8.16.2009

TÓCAME, ESTOY ENFERMO

©2002-2009, Pepe Rojo |

La nueva carne es una idea delirante, un término que David Cronenberg pone en boca de Max Renn, su personaje en Videodrome (1983), para explicar la vagina traga-videos que nace en su estómago, producto de su relación con la tecnología. El delirio es la modalidad de discurso preferida por los profetas, que les permite predecir algo que todavía no entienden. Y “para ser un buen profeta,” asegura McLuhan, “no puedes predecir nada que no haya ocurrido ya”(citado en de Kerckhove, 1999). Así, “ya somos cyborgs” (Sirius, 1992) y “el cuerpo es obsoleto”(Citado en Sepúlveda, 2004) han sido mantras postmodernas que intentan explicarnos un proceso donde “el límite entre ciencia ficción y realidad social es una ilusión óptica” (Haraway, 1991). Vivimos en tiempos extraños, y todo parece indicar que ya no somos lo que pensábamos, ni lo que éramos. La metamorfosis ha sido anunciado por charlatanes, escritores y cineastas que trabajan en géneros menospreciados, desde los comics (El Hombre Araña, los Cuatro Fantásticos, Hulk), pasando por la literatura (Clive Barker) y el cine de horror (David Cronenberg), llegando a la ciencia ficción, en un viaje que nos lleva del robot y el cyborg hasta el bestiario cyberpunk (William Gibson, Bruce Sterling). La nueva carne es producto de locos y charlatanes. Todos dudamos de la salud mental del dr. Frankenstein.

Para Paul Virilio, la II Guerra Mundial enfrentó dos posturas científicas en Occidente, la "biopolítica” alemana y la “telepolítica” anglosajona (1996). El proyecto nazi, evidentemente eugénico, fue derrotado por una cultura que apostó a la tecnología de la información, proyecto que dominaría la historia de Occidente durante la segunda mitad del siglo XX. Ya sea en Auschwitz o en Hiroshima, el resultado es similar: la exterminación masiva de la humanidad. A principios del siglo XX, somos testigos de su feliz re-encuentro.

Actualmente, y gracias a la tecnología de la información, somos pacientes mentales sujetos a una terapia de electroshocks light, constante e ininterrumpida. Somos seres que necesitan “inyectarse electricidad” (de Kerckhove, 1999) constantemente. Nuestros cuerpos físicos se desvanecen para poder vivir en la nueva dimensión de la telecomunicación (Virilio, 1997), escuchamos, observamos y actuamos a distancia, sin necesidad de mover el cuerpo (o por lo menos moviendo un dedo para activar el control remoto o el mouse). Para McLuhan, todo medio es una “extensión de alguna facultad física y psíquica” (McLuhan, Fiore, 1987), y toda extensión provoca una mutilación de dichas facultades. En cuanto aprendo a manejar (un carro o una bicicleta), evito en lo posible utilizar las piernas. El problema de los medios electrónicos, de esta “auto-amputación desesperada y suicida” (citado en Benedetti, DeHart, 1997) es que extendemos, y por lo tanto mutilamos, nuestro sistema nervioso central. Un individuo relega su cuerpo a un segundo plano cuando ve la TV o navega por Internet, y queda con “los nervios fuera de la piel y las neuronas fuera del cráneo” (McLuhan, 1987).

La inmovilización del espectador es uno de los factores claves en el paso “de lo que los teóricos del cine llaman lenguaje cinematográfico primitivo al clásico” (Manovich, 2002). La creación de una sala oscura en la que los espectadores tuvieran que mantenerse inmóviles y en silencio permitió el desarrollo del cine tal y como lo conocemos ahora. Esta inmovilización del cuerpo ha sido la característica principal de los medios audiovisuales que capturan el movimiento, aunque la TV, la computadora y los handhelds le dan un nuevo giro. Si bien en el cine la pantalla es un pedazo de tela al que el espectador se asoma como un voyeur, los medios electrónicos proyectan la luz sobre el cuerpo del espectador, convirtiéndolo en una pantalla. “Todos somos Teletubbies”, escribe Nakashima-Brown, “con pantallas incluidas”. Virilio denomina “cuerpo terminal” (1997) al pedazo de carne que se sienta frente a la computadora, punto último de la red global de comunicaciones que acaba con la extensión geográfica (todo está aquí) y la duración temporal (todo es ahora), versión postmoderna del obrero como parte de la máquina, y al mismo tiempo, a ese cuerpo que termina como un objeto de desecho, útil solamente en cuanto permanece inmóvil, donde la persistencia retiniana, según Virilio, queda sustituida por la persistencia del cuerpo (1997). Esto permite la industrialización de la percepción (Virilio, 1996), y, por lo tanto la homogeneización de las ideas y las referencias de toda una cultura, produciendo un sujeto que no posee ni cuerpo ni opiniones propias. En el ciberespacio no hay individuos.

“La era electrónica”, dice McLuhan, “angeliza al hombre, lo descorporaliza, lo convierte en software” (citado en Benedetti, 1997). Al extender nuestro sistema nervioso central no sólo extendemos nuestro cuerpo, sino también nuestras capacidades racionales y nuestros procesos mentales. Así como guardo mis recuerdos en un disco duro, también “externalizo los procesos de pensamiento humano” (Manovich, 2002) y dejo que la calculadora realice las operaciones matemáticas que antes hacía yo (y es la queja de todos los alumnos de primaria mutilados: “¿para qué tengo que aprender a sacar raíces cuadradas si la calculadora lo hace más rápido?”) u ordenar y catalogar la información mediante búsquedas electrónicas. La manera más sencilla de entender el relevo de las facultades humanas por la tecnología es enfrentar al hombre y a la máquina como conceptos contrarios. Pero, como dice William Gibson, “la inteligencia artificial es inteligencia humana” (Priego, 2000), no surge de la nada, y si bien los efectos de los avances tecnológicos rebasan las intenciones de sus inventores, eso no los hace menos humanos. El sueño húmedo es la carne digital, abandonar de una vez por todas el cuerpo biológico, convertirse en pura información sin necesidad de un soporte biológico; mudarse del carbono al silicio. El exponente más radical de dicha idea es Hans Moravec, que propone la capacidad de hacer un download de nuestra conciencia a una computadora.

Así, la carne se vuelve plastilina; el gimnasio y la sala de operaciones para cirugías plásticas son métodos primitivos de escultura corporal para un cuerpo que, si es sólo un desecho, nos permite preguntar ¿por qué no hacerlo más bello, más saludable? Si no me aguanto ni a mí mismo, y todo el mundo se queja de mi estado de ánimo, ¿por qué no limar mis asperezas con un poco de Prozac? Si hace mucho calor, y mi carne suda, hay que comprar un aire acondicionado, o por lo menos un ventilador. Si te molestan los olores, prueba la aromaterapia. Si tu riñón te incomoda, busca un transplante. Mi abuelita es un cyborg. Su marcapasos nos permite seguir conversando.

Al mismo tiempo que nuestro cuerpo deja de ser puramente “orgánico”, el mundo electrónico nos permite existir de una manera diferente al mundo físico, por lo que puedo adoptar identidades como si fueran vestidos. Las “telepatologías” no sólo me permiten reinventarme sicológicamente, sino que alteran lo que conozco como privacidad, pues todas mis neuronas están “afuera”, expuestas, exponiéndose. Ya no hay “punto de vista”, pues ahora está reemplazado por un “punto de ser, mi punto de entrada para compartir el mundo” (de Kerckhove, 1999). La opinión y el juicio quedan reemplazados por una visión kaleidoscópica del mundo, una praxis multi-tareas. La inteligencia individual pasa a ser parte de una “inteligencia colectiva”, que permite afirmar “soy el mundo mirándose a sí mismo” (de Kerckhove, 1999).

En uno de sus performance más famosos, Ping body (1996), Stelarc conecta terminales eléctricas a ciertos músculos de su cuerpo y diseña un software para subir a la red de tal manera que cualquier persona que esté conectada puede manipular los músculos de su cuerpo y moverlos, cual “títere de carne”(Gibson, 1984). El control del cuerpo ya no depende del individuo que reside en él y la voluntad pasa a ser un recuerdo nostálgico. El pensamiento, la voluntad y su efecto en el mundo presente se vuelve así una carga, un peso muerto: “deshazte del significado. Tu mente es una pesadilla que te ha estado devorando: ahora cómete a tu mente” (Acker, 1991).

La nueva dimensión, el “tercer intervalo” (1997), que Virilio asegura hemos añadido a nuestra realidad gracias a los sistemas de telecomunicación, nos obliga a existir bajo diferentes coordenadas, bajo distintas reglas y parámetros. En ciertos ámbitos de nuestra vida, los derechos virtuales están reemplazando a los derechos humanos. En los “reality shows”, los concursantes ceden su libertad de expresión (bajo cláusulas de confidencialidad que les impiden criticar a la televisora y productora que los contrató), su derecho a la privacía (son constantemente monitoreados), su derecho al libre tránsito (deben permanecer bajo la vigilancia
de las cámaras) e incluso a su propia imagen (que sólo pueden explotar y comercializar los “dueños” de esa imagen según los contratos de exclusividad). Estos individuos son el modelo del
ciudadano actual. La promesa de la fama y del reconocimiento, la promesa de una vida virtual, casi inmortal, devalúa los derechos del individuo en favor de los derechos virtuales, cada día más
codiciados, pues estos garantizan nuestra existencia en el “no tiempo” (Virilio, 1997), en esa nueva dimensión que la comunicación electrónica introduce en nuestras vidas.

La experiencia extra-corporal se convierte en una modalidad cada vez más común. Hasta ahora, el mayor uso que se les da a los teléfonos celulares es la administración de la carne, del cuerpo biológico, en el tiempo y el espacio (“¿dónde estás?’ ¿a qué horas llegas?“, “pasa por esto”, “¿a dónde vas?”). Bruce Sterling crea a un personaje, “Spider Rose” (1990), cuyo cuerpo es un conjunto de asteroides que protegen el pequeño pedazo de materia donde se encuentra el CPU que controla el movimiento de sus “satélites”.

El cuerpo se niega violentamente a desaparecer y denuncia a gritos su existencia en dos modalidades: la pornografía y el gore. Ambos discursos se caracterizan por mostrar un cuerpo fragmentado, literalmente en el gore donde todo es sangre y vísceras, y sustituyendo al sujeto con penes y vaginas lubricados por fluidos corporales en la pornografía hardcore. El sensacionalismo gráfico en los medios de comunicación es el último mecanismo mediante el cual el mundo recuerda la existencia del cuerpo. Por esa misma razón Ballard asegura que “la ciencia es el mayor productor de pornografía” (1990b).

Todo este proceso se hace posible gracias a la tecnología de la información, mediante la cual todo es reducible a datos, a operaciones informáticas, a “equivalentes universales”, que, según Shaviro “se imponen y homogenizan a lo que antes era un grupo heterogéneo de materiales” (2003). Shaviro identifica cuatro “equivalentes universales” en la actualidad. El primero y el más antiguo es el dinero, continuando la lógica marxista mediante la cual el capital pone valor a todo, incluyendo las relaciones humanas. Le sigue la información, reduciendo el mundo a bits y haciendo posible la homogeneización de los medios de expresión.

A mediados de los 90, la genética reemplazó el interés por la informática puesto que el ADN, el tercer equivalente de Shaviro, se postuló como traductor de todo el mundo orgánico creando así una nueva serie de paradojas éticas y filosóficas que reemplazaron la pregunta “¿soy un robot?” por la de “¿soy un clon?” La respuesta, y sólo basta salir a la calle, es evidentemente afirmativa en ambos casos. Es el final, la síntesis feliz, de la II Guerra Mundial.

El cuarto “equivalente universal” para Shaviro es el LSD, una droga sintética, descubierta en un laboratorio, mediante el cual la experiencia psicodélica regula “el flujo de los afectos”, puesto que “Sentio (siento) y no cogito (conozco) es el primer principio psicodélico de la conciencia postmoderna” y provoca que el resto de los flujos (información, dinero y ADN), sean “repetidos en el modo de experiencia sensible” (Shaviro, 2003). A eso se refería McLuhan cuando afirmaba que la cultura electrónica es táctil, puesto que “en la era electrónica usamos a la humanidad como piel” (Citado en Benedetti, 1997). La pantalla electrónica “masajea” mi cuerpo, la experiencia es sensible, no abstracta; la existencia de objetos concretos deja de ser un factor importante. Mi cuerpo, bombardeado por la electricidad, responde en su totalidad, sintiendo, como en una experiencia psicodélica.

Así, se ha reducido a información la totalidad del espectro de la experiencia conocida como humana, y, a través de estos “equivalentes universales”, se le puede modificar, programar e intercambiar libremente, es decir, la información genética es transformable en dinero, la experiencia sensorial y las emociones en datos y viceversa, el dinero provoca reacciones emotivas y la información afecta la constitución de mi cuerpo.

Todas las esferas se interconectan, y el problema de la nueva carne no es sólo cultural, filosófico y psicológico, sino también económico y político. El discurso de la mayor parte de los entusiastas de la transformación del cuerpo, como los miembros del Instituto de Extropía (Extropy Institute, 2008) en California, va de la mano con una concepción hipercapitalista en la que el mercado libre es la única vía para garantizar la evolución “natural” de los humanos y, por lo tanto, el Estado es un obstáculo en la circulación libre de cuerpos e información. El darwinismo social se naturaliza. Un personaje de Sterling explica que el “anatomía es destino” de Freud se ha transformado en “anatomía es industria” en la novela Holy Fire (1997), en la cual las corporaciones médicas dedicadas a la extensión de la vida dominan la economía mundial. Comparten esta opinión todos aquellos que actualmente se dedican al tráfico de órganos. La eugenía se asoma en el horizonte con el Proyecto del Genoma Humano, mientras aumenta el gasto en salud pública a la par de la edad promedio de muerte. Las ciudades funcionan como un ghetto donde salir a la calle es un riesgo y los ciudadanos se encierran en cuartos cada vez más caros y pequeño con equipos audiovisuales y computacionales más sofisticados, viajando y actuando en un mundo sin fronteras geográficas. El cuerpo, y la información que de él se puede obtener se ha convertido en mercancía.

Otro desarrollo vital en la segunda mitad del siglo XX es la miniaturización de la tecnología. Si los medios han externalizado partes y funciones de nuestro cuerpo, ahora estas facultades, aumentadas e intensificadas, regresan al cuerpo, a manera de prótesis, y “la tecnología se pega a la piel”(Sterling, 1986): lentes de contacto, marcapasos, iPods, laptops, celulares, etcétera. El proceso de internalización de la tecnología, la “endocolonización" según Virilio (1997), nos convierte inmediatamente en cyborgs. Además, replantea la erotización del cuerpo. Para Lacan, la función erótica está relacionada directamente por la función del corte o borde, y por dicha razón, los orificios básicos del cuerpo son los más erotizados, pues crean una frontera significante entre el adentro y el afuera, entre el sujeto y el Otro (Lacan, 1995). Por ahí, por los orificios, entran y salen cosas, desde fluidos hasta palabras. Nuestros gadgets son objetos eróticos de los cuales nos enamoramos, pues se sitúan siempre en nuestras fronteras. El robo de una laptop significa también el robo de una memoria externalizada (todos mis mails, todas mis fotos, todos mis videos), de un pedazo de cerebro hecho máquina. Es un nuevo dolor.

Los orificios de la nueva carne son múltiples y misteriosos y provocan una erotización del cuerpo que va más allá de lo genital. Una de las imágenes más famosas de Gibson, el orificio que sirve de interfase entre la computadora y el cerebro (1984), muestra a un cuerpo que produce un nuevo órgano erótico. Acariciar esa cicatriz es sentir de una nueva manera. Quizás es Ballard, en su
novela Crash (1979), quien más lejos llevó esta lógica. Las heridas provocadas por los choques automovilísticos se convierten en nuevos órganos de placer. La sexualidad se vuelve por definición perversa, y por lo tanto, se abre a una mayor complejidad de la sensación.

Cuando el cuerpo se ha modificado radicalmente, no se pueden esperar las conductas sexuales tradicionales. Todo el mundo está seguro que Michael Jackson debe obtener placer de maneras extrañas, e independientemente de la veracidad de las acusaciones que ha recibido, a nadie le extrañaría que haya fornicado con sacapuntas. Un par de cables conectados a la parte correcta de
mi cerebro me pueden provocar más orgasmos que mi pareja sexual.

Ballard lo formula así: “sexo multiplicado por tecnología igual a futuro” (1984).

La psicofarmacología se vuelve omnipresente (es difícil no conocer a alguien que esté tomando alguna medicina psiquiátrica) y controla también el espectro de sensaciones del cuerpo y su relación emotiva con el mundo. Nuestras pastillas y drogas, sintéticas o naturales, nos provocan placeres y experiencias cada vez más extrañas y radicales. Ya podemos observar anuncios de anti-depresivos en las telenovelas. Nuestro estado de ánimo, nuestros problemas psicológicos son resueltos externamente, mediante substancias que no sólo alteran nuestras emociones, sino también el funcionamiento de nuestro cuerpo. La estricta regulación sobre el uso de drogas en las Olimpiadas muestra la nostalgia por un “cuerpo natural”.

Si los objetos están cada vez más erotizados y aumentan mi variedad e intensidad de intercambio entre el adentro y el afuera, no habría por que extrañarse cuando las máquinas tengan orgasmos, pues el placer corporal se convierte cada vez más en una abstracción, en un concepto, hipótesis que Cronenberg traduce literalmente cuando William Lee (o Burroughs, como prefieran), excita a su máquina de escribir hasta el orgasmo redactando sus informes en “El almuerzo desnudo” (Cronenberg, 1991). La vida emotiva de los objetos se vuelve cada vez más compleja. Rodney Brooks, científico a quien le gusta construir robots “rápidos, baratos y fuera de control” tiene un acercamiento a la inteligencia opuesto al de Moravec, y él prefiere empezar con robots simples, pues para él la conciencia es un “truco barato”, una “propiedad emergente que aumenta la funcionalidad del sistema pero que no es parte de su arquitectura esencial” (citado por Hayles, 1996). La tecnología está generando un reacomodo de la relación entre sujeto y objeto que funda a la ciencia. La separación radical entre sujeto y objeto le permite a la ciencia ser objetiva. Pero los objetos se parecen cada vez más a los sujetos, y entre Eliza (el primer programa de computadora que funciona como un personaje, una psicóloga rogeriana que le regresa el dicurso a el interlocutor), los Tamagotchis, los Furbies y Lain, no habría que sorprenderse cuando los hornos de microondas y las computadoras sufran colapsos nerviosos. Baudrillard explica su primer interés teórico: “me parecía que el objeto estaba casi dotado de una pasión…” (2002).

Al mismo tiempo, la fragmentación del cuerpo humano y la consecuente incapacidad de integrar una imagen corporal que ya incluye los órganos internos (a través de radiografías, ultrasonidos y resonancias magnéticas), permite extrapolar situaciones tan extrañas como el relato de Burroughs del hombre que enseñó a su ano a hablar y que acabó siendo totalmente dominado por él, pues tenía mayor fuerza de voluntad (2008); o el cuento “La política del cuerpo” (1989) de Clive Barker, en la que las manos del personaje empiezan una sangrienta revolución en contra del yugo al que las tiene sometida la cabeza y la voluntad del individuo. A esto se refiere Cronenberg cuando habla de “la independencia de la carne”, esta irreductibilidad del cuerpo que se manifiesta de maneras extrañas. Nuestras patologías serán cada vez más sofisticadas, nuestros tumores más necios, y la escisión entre cuerpo y pensamiento cada vez más infranqueable.

“La filosofía social y sexual del asiento eyectable une el primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la píldora”, dice Ballard (1979). Y la píldora logró separar el sexo de la reproducción. Hoy en día, se puede uno imaginar una gradual separación del cuerpo y la procreación, desde la inseminación in vitro hasta la implantación del huevo fertilizado in utero, y el “diseño genético” puede cambiar radicalmente la manera en que nos concebimos como especie sexuada, hasta llegar a un mundo “post-género”, como plantea Donna Haraway: “prefiero ser un cyborg que una diosa”(1991). En un futuro en el cual se puede vislumbrar la posibilidad de que el embarazo se lleve a cabo en el útero de un gorila genéticamente modificado y en el cual cerdos alterados con genes humanos puedan funcionar como “bancos de órganos” para transplantes, en un mundo donde los genes se compren en boutiques, “lo obsceno e irresponsable será abandonar a los bebés al azar biológico” (Wilkie, 1996).

“Cuando averigüen como implantar penes”, dice una stripper en el comic Hellblazer, “todo el mundo va a tener uno” (Azzarello, Frusin, 2002). En el comic Transmetropolitan, los “temps” se divierten los fines de semana injertándose pieles de animales que tienen un efecto contagioso temporal para gozar de su cuerpo en otra manera, mientras que los “transientes” defienden su derecho a cambiar de especie (Ellis, Robertson, 1998). El diseño corporal implica también un cambio en la estetización del cuerpo humano y el de los demás seres biológicos. La nueva carne es la de los travestis que, a falta de presupuesto, se roban pistolas de silicón de las tiendas de autoservicio para inyectárselo en las caderas y así poder dar un paso más en su metamorfosis.

Las posibilidades de la transformación del cuerpo llevan a Stelarc a afirmar que “lo que será significante no es la distinción cuerpo-mente, sino la separación cuerpo-especie” (1998) y el problema se vuelve entonces biológico y taxonómico. La capacidad de modificar nuestro cuerpo y la manera de reproducirnos nos puede llevar a un divorcio con nuestra propia especie. En Schismatrix de Bruce Sterling (1996), la raza humana está extinta y en su lugar quedan dos especies “posthumanas”, con ideologías ligadas a una concepción de la carne: los “Formadores”, que le apostaron al diseño genético, y los “Mecanicistas”, que llenan sus cuerpos de prótesis eléctricas, químicas y mecánicas.

Y así definen los optmistas a la nueva raza que sucederá al Homo Sapiens: “posthumanos”. La terminología es tan precisa que el término “transhumano”, acuñado por el filósofo F.M. Esfandiary en 1966, determina el estado transicional de una especie a otra. Esfandiary, que confesaba tener “nostalgia por el futuro”, decía que los siguientes síntomas eran característicos de los transhumanos: “prótesis, cirugía plástica, uso intenso de telecomunicaciones y un estilo de vida que incluye viajes constantes, androginia, reproducción mediada, ausencia de creencias religiosas y un rechazo a los valores familiares tradicionales” (Wikipedia, 2008).

El narrador posthumano de la novela “Las partículas elementales” de Michel Houellebecq (2001), cuenta la terrible vida de Michel Djerzinski a finales del siglo XX, el científico cuyas teorías hicieron posible la reproducción asexuada y la inmortalidad, purgando al mundo de la “crueldad, el egoísmo y la ira” de una raza diferenciada sexualmente. La novela, nostálgica, incómoda y agridulce, indica que la reprodución y diferencia sexual es el origen de los múltiples problemas de la humanidad. Y sin embargo, todavía se oyen los ecos de la advertencia de Baudrillard: ahora estamos condenados a jugar el “juego de la indiferencia sexual” (Baudrillard, 1991). El problema es el estatuto del sexo, según Cronenberg: “¿qué es el sexo ahora que está desconectado de su correlativo biológico? ¿Arte? ¿Sólo placer? ¿Política? ¿Guerra? Probablemente un poco de todas.” (Sirius, 1997)

“Matar con pistola es como coger con condón” asegura un conservador asesino en Hellblazer (Carey, Manco, 2004). Y nos escandaliza. Lo cierto es que en nuestra cultura lo que está prohibido es el contacto, la cercanía de los cuerpos. La limpieza, la salud, el ejercicio, y la profilaxis se han convertido en el estándar del cuerpo aceptable social y sexualmente. “No es absurdo pensar que el exterminio del hombre comienza con el exterminio de su genes”, dice Baudrillard (1991). Coger sin la prótesis del condón no es sólo un riesgo mortal sino una falta de modales. “Tócame, estoy enfermo” cantaba Mudhoney (1988). Si el orgasmo y el placer ya no son genitales y “el mejor órgano sexual es la cabeza” como dicen por ahí, si la reproducción está separada del sexo, el único refugio que le queda a la sexualidad es el contagio. Y si la sexualidad es lo que nos define como seres humanos, el núcleo irreductible de la humanidad es su estatus de contaminación, de polución, de enfermedad.

Hay quienes dejarán escapar una nostálgica lágrima por la desaparición de la raza humana. Quizás no habría que preocuparse tanto. Quizás tengamos más probabilidades de supervivencia como enfermedad que como especie.




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